
Rioja: La tierra que despertó a los titanes
“Antes de que el vino tuviera nombre, la tierra ya tenía memoria.”
Este año, mientras Rioja celebra el centenario de su Denominación de Origen, es buen momento para mirar más allá del último siglo. Porque aunque la DO nació en 1925, la historia de esta tierra —geológica, mitológica y espiritual— se remonta a mucho más atrás. Desde los titanes hasta los dioses celtas, desde los monjes medievales hasta los nuevos viticultores que desafían el sistema, Rioja es, ante todo, una tierra que habla.
El origen mítico: Titanes y tierra sagrada
En el comienzo no estaban los hombres. Ni los reinos, ni las barricas, ni las etiquetas. Solo estaba la tierra, rugosa, mineral, aún caliente de la furia de los titanes. Cuando Zeus los venció en la gran guerra del Olimpo, no todos fueron arrojados al Tártaro. Algunos —dice la leyenda— huyeron hacia el poniente, hacia el fin del mundo conocido. Allí, en lo que hoy llamamos la península Ibérica, la parte más occidental del continente europeo, su caída dejó pliegues, terrazas y valles, como si sus cuerpos hubieran esculpido el paisaje con dolor y silencio.
Sus dedos rasgaron arcilla roja y blanca. Sus huellas se llenaron de limo y caliza. Y donde sus manos tocaron la piedra, la tierra aprendió a guardar minerales. Nadie lo sabía entonces, pero siglos más tarde, cuando el hombre plantara las primeras vides en estas colinas, encontraría en esa tierra antigua una fuerza inexplicable. La misma que hoy llamamos terruño.
Los dioses celtas y el vino del bosque
Pero no fueron solo los titanes quienes habitaron estas tierras. Mucho antes de que Roma impusiera su orden, este territorio formaba parte del mundo celta. Desde Aquitania hasta las tierras altas del Ebro, los antiguos pueblos creían que cada monte, cada manantial, cada árbol tenía su espíritu.
Entre estos dioses, uno en particular recorría los bosques con un martillo en una mano y un tonel en la otra: Sucellus, el dios celta del vino, la fertilidad y los bosques. Lo veneraban en la Galia, pero también cruzó los Pirineos. Algunos dicen que donde Sucellus golpeaba la tierra con su martillo, brotaban cepas silvestres, y que allí donde dejaba reposar su tonel, el vino envejecía solo, sin necesidad de madera ni tiempo.
Se cuenta que Sucellus cruzó a Hispania por la niebla de los Pirineos. Donde descansó su martillo, el suelo se volvió fértil. Donde bebió, los pueblos aprendieron a honrar la tierra. Y así, antes de que existieran monasterios o denominaciones, ya había vino sagrado en esas tierras.
El vino de los romanos y el lenguaje de la piedra
Cuando los romanos llegaron al norte de Hispania, ya sabían que la vid era más que una planta. Era cultura, medicina, religión. En lo que hoy es Rioja, dejaron vestigios claros de su presencia: lagares excavados en piedra, ánforas rotas, villas rurales cerca del Ebro. El vino acompañaba al ciudadano romano como el pan y el aceite. No era raro, entonces, que en esta región fértil, cálida de día y fresca de noche, la vid prosperara.
Pero lo que sorprendía a los romanos —y sigue sorprendiendo hoy— era la complejidad mineral del suelo. En terrazas aluviales, colinas calcáreas y estratos arcillosos con fósiles marinos, la vid aprendió a hablar un idioma profundo. Uno que los dioses antiguos entendían, y que hoy apenas redescubrimos.
Los monjes, los peregrinos y la sangre de la tierra
En la Edad Media, mientras los reinos cristianos se disputaban el mapa de la península, los monasterios trazaban otro tipo de frontera: la del saber agrícola. En el Monasterio de San Millán de la Cogolla, los monjes copiaban códices… y plantaban viñas. En sus cálices, el vino era más que alimento; era liturgia. Y los peregrinos que pasaban por el Camino de Santiago bebían de ese vino oscuro, rústico, con alma de roca.
Rioja era también tierra de frontera. Entre Navarra, Castilla y Aragón, sus colinas vieron guerras, pactos y leyendas. Una de ellas, la batalla de Clavijo, cuenta cómo Santiago apareció sobre un caballo blanco para ayudar a las tropas cristianas contra los moros. Aquel día, según la leyenda, la sangre y el vino se confundieron, y desde entonces Rioja fue tierra consagrada.
El tiempo entre cosechas: siglos de anonimato
Durante siglos, Rioja fue una región vinícola sin estandarte. Se producía vino, sí — rústico, local, muchas veces en lagares de piedra o tinajas enterradas. Se vendía a Burgos, a Castilla, al norte. Pero no existía una identidad unificada. El vino era del pueblo, del valle, del día a día. No había DO, ni reglas de crianza, ni fama bordelesa.
Y sin embargo, la tierra seguía hablando. Las raíces seguían hundiéndose en suelos milenarios. El paisaje seguía lleno de señales de los antiguos: piedra tallada, rutas olvidadas, pergaminos a medio borrar. La vid seguía aprendiendo de todo eso, en silencio.
La rebelión del terruño: la Rioja del futuro (que es la más antigua)
En el siglo XX, Rioja se convirtió en sinónimo de envejecimiento: Crianza, Reserva, Gran Reserva. Barrica, barrica, barrica. Pero el siglo XXI trajo otra voz. Una generación nueva de viticultores —hijos de la tierra, y a veces forasteros con oídos atentos— empezó a preguntarse:
¿Y si volvemos a escuchar al suelo?
Nombres como Telmo Rodríguez, Artuke, Sierra de Toloño, Olivier Rivière, Tentenublo, y muchos más están recuperando la diversidad ancestral de Rioja. Quieren nombrar los vinos no por el tiempo que pasaron en madera, sino por el lugar donde nacieron. Por el pueblo. Por la parcela. Por el tipo de roca.
Porque no hay una sola Rioja. Hay muchas: la de suelos arcilloso-ferrosos en Rioja Alta, la de calizas en Labastida, la de arenas y yesos en Tudelilla. Y cada una guarda la voz de una historia distinta.
El eco de los dioses
Este año, Rioja celebra los 100 años desde la fundación oficial de su Denominación de Origen el mes pasado el día 6 de Junio. Un siglo en el que el nombre “Rioja” se consolidó en el mundo, pero también en el que muchos viticultores comenzaron a mirar hacia atrás, hacia la tierra, buscando no una marca, sino un origen. Hoy, en esta centenaria celebración, no se trata solo de festejar una institución, sino de honrar una tierra que lleva hablando miles de años.
Cuando uno bebe un vino de una parcela específica en Rioja — uno de esos que no responde a fórmulas, sino a lugares — es posible oír algo más allá del aroma: una vibración mineral, antigua, como el eco de pasos pesados en la piedra. Tal vez sean los titanes, aún dormidos bajo tierra. O Sucellus, sonriendo bajo una encina. O los monjes, que todavía rezan por la salud de la viña desde las sombras frescas del valle.
Quizás sea simplemente la tierra, al fin, hablando con claridad.