
Entre Glamour, Trámites, Tapones y Corchos
Cuando la gente escucha que eres importador de vinos, su mente se llena automáticamente de imágenes de copas tintineando en viñedos bañados por el sol, cenas elegantes en castillos franceses y conversaciones sofisticadas sobre notas de cassis y final mineral. “¡Qué vida tan deliciosa!” te dicen, con ojos soñadores.
Y bueno… no están totalmente equivocados. Pero como todo lo bueno en esta vida, la realidad viene con un toque de burocracia, jet lag y una que otra crisis con la aduana.
Estudiar Vino: No todo es beber y sonreír
Antes de levantar una copa, hay que levantar libros. Muchos. Porque importar vino no es solo cuestión de decir “me gusta el que sabe rico”. Es entender por qué sabe rico. Es conocer las diferencias entre una garnacha de Gredos y una de Calatayud, saber si ese riesling tiene azúcar residual o solo cara de dulce, y detectar si un vino tiene reducción o si simplemente necesita terapia.
Viajes, viñedos y… vértigo por la cuenta del banco
Uno de los mejores (y más peligrosos) aspectos del trabajo es visitar proveedores. Porque sí, hay momentos mágicos: probar barricas en un sótano del Priorat mientras el enólogo te cuenta la historia de su bisabuelo guerrillero. O caminar entre suelos volcánicos en las Islas Canarias mientras sientes que podrías vivir ahí para siempre (spoiler: no puedes, tu vuelo sale mañana).
Pero también hay trenes perdidos, maletas extraviadas, vinos derramados en la aduana, y cenas con distribuidores que insisten en hacer karaoke. Estás en un giro como de rockstar - vives de la maleta, cambias de hotel a diario y casi no duermes. Antes de que existiera el GPS, ni sabías donde estabas, siempre andabas llegando tarde, preguntando por direcciones en cualquier idioma, o mezcla de idiomas que pudieran encontrar en común. Y si estás en Grecia, Italia o España, te lo juro que si preguntas a un grupo pensando que una persona va a contestar, estás equivocado. ¡Todos contestan a la vez! Era un milagro que llegábamos al destino, y que no siguiéramos allí perdidos.
Relaciones que valen oro (y algo de paciencia)
Ser importador es, sobre todo, saber construir relaciones. Con bodegas, con distribuidores, con sommeliers, con el tipo de logística que siempre dice que “ya casi llega el contenedor”. Es un juego de confianza, de saber escuchar y también de saber cuándo decir: “Este vino está bien, pero no es lo que busco para mi mercado.”
Y claro, está el arte de la diplomacia vinícola: decir “este vino tiene carácter” en lugar de “esto sabe a trapo mojado con clavo oxidado”.
Cuando el vino viaja… y el que lo hace también
Enólogos Canarios y yo, Nueva York, 2016
Y luego están esos momentos mágicos en que los productores vienen a visitar el mercado. No hay nada como ver al viticultor —ese que cuida las viñas con las manos, que conoce cada parcela como si fuera su hijo— sentarse en una mesa, frente a un cliente que acaba de probar su vino por primera vez.
Es un instante donde el principio y el final del proceso se encuentran: quien lo hizo y quien lo disfruta, compartiendo la misma copa. Es ver cómo una botella que cruzó océanos se convierte en puente, en conversación, en risa, en “¡wow, nunca había probado algo así!”
Ver a un productor probar su vino acompañado con la comida regional, o escucharle decir: “Esto marida mejor de lo que jamás imaginé”, es una de las grandes recompensas de este oficio. Porque el vino no termina cuando se embotella. Termina (o mejor dicho, culmina) cuando alguien lo abre, lo comparte y lo entiende.
Y en esos encuentros —a veces en cenas, a veces en catas con distribuidores, o en una situación informal con copas en la playa y corazones abiertos— se confirma que esto va más allá del negocio: es cultura, es conexión, es alegría embotellada.
El lado menos bonito: papeleo, impuestos y dolores de cabeza
Por cada copa de vino hay, al menos, tres formularios. Importar legalmente es enfrentarse a etiquetas, normativas, registros sanitarios, códigos arancelarios, y miles de preguntas y trámites aduanales.
Ni hablar del miedo existencial que provoca ver una botella rota en una caja que viajó medio mundo. ¡RIP! Te extrañaremos.
Pero sí, también hay placer y buena vida
Después de todo el trabajo, llega la recompensa: compartir un vino especial con alguien que lo entiende. Ver cómo un cliente descubre una uva que jamás había probado. O brindar con amigos por el simple hecho de que hoy salió todo bien.
Hay algo profundamente humano en el vino. Une historias, tierras, culturas. Y cuando logras conectar a una bodega artesanal con un restaurante en tu ciudad, es como ser un cupido embriagado pero con buen gusto.
Mi historia personal con los vinos que estoy importando ahora a méxico ya lleva casi viente años entre dos países. Ser importador no solamente es hacer estos viajes de un rockstar, llenar los trámites y lidiar con problemas aduanales. Es buscar estas maravillas, leer, viajar a conocer a los bodegueros, y ver lo que están haciendo, escuchar sus historias, comer juntos, conectar tanto con ellos como con el vino que hacen. Después de mucho tiempo trabajando juntos, verles es como ver a mis hermanos. Me emociona. Para mi no es solo vender vino, es contar sus historias, es compartir el espíritu de lo que ellos hacen con la gente aquí, a miles de kilómetros de distancia de su origen, como si estuviéramos todos juntos. Si logro esto, estoy haciendo bien mi trabajo.
Sí, hay papeleo, retrasos, impuestos y llamadas a las 3 a.m. de la aduana. Pero también hay momentos en los que el vino, con toda su historia y su viaje, logra conectar dos mundos en una sola copa.
Y eso, mis amigos, no tiene precio.
¡Salud! Y gracias por seguirnos en esta loca pero sabrosa aventura.